Anoche me acosté, como tantas
personas, sobrecogido con las noticias que llegaban de París. Una vez más, la
barbarie nos mostraba toda la amplitud de su crueldad. Me iba a la cama sin saber el alcance exacto de
la tragedia y con el sentimiento de incertidumbre que nos envuelve ante
episodios como este en los que vemos, de golpe, con toda su crudeza, la
fragilidad de la vida humana.
Esta mañana, mientras me tomaba
el primer café del día, veía en las noticias toda la amplitud de la tragedia,
imaginaba el miedo de las víctimas en sus últimos segundos de vida, el dolor de
los familiares ante la noticia de un ser perdido para siempre sin entender muy
bien por qué ni para qué; porque no hay
nada que explique estos actos, porque no puede haber nada, ni divino ni humano,
que de sentido a estas muertes. Imaginaba el miedo inimaginable de los
supervivientes en los largos minutos de cautiverio, el horror vivido mientras
ves morir a tu lado a un ser humano que, hasta hace unos instantes, compartía
un vino y sonrisas con sus amigos en una mesa cercana de un restaurante de
París. Apenas se pueden contener las lágrimas si te atreves a mirar de frente
tanto dolor en un solo golpe.
En esos momentos, miro la
ventana, el balcón, y veo las calles tras los cristales. Sevilla ha amanecido
luminosa, con esa temperatura suave que te permite elegir si quieres llevar
manga corta y sentir un fresco agradable, o prefieres una fina manga larga que
te permita dar a tu cuerpo una plácida calidez muy alejada del calor habitual
por estos lares.
Era temprano, los vecinos, poco a
poco, comenzaban a sentarse en las terrazas de las cafeterías de la plaza. He
sentido un impulso irrefrenable de salir a la calle, de dar un paseo por las
calles de este barrio Sevillano de gente amable y alegre, salir a comprar en
los comercios del barrio, dar los buenos días a los dependientes y camareros,
saludar a los vecinos.
La familia ya está levantada. Nos
vestimos, vamos al parque, damos de comer a los patos del estanque. Descubrimos,
con sorpresa, que los patos ya no aceptan pan duro como comida y que pierden la
cabeza con los gusanitos. Vemos como los patos ceden los gusanitos a las carpas
que emergen del fondo del lago con sus bocas, perfectamente redondas, totalmente
abiertas como fauces de león. Cierro los ojos para ser plenamente consciente
del sol que me da en la cara y calienta mis párpados. Abro los ojos y me
deleito con el color verde de la hierba que circunda el lago. El cielo es de un
azul intensísimo, no hay una sola nube esta mañana.
Nos vamos a los columpios
cercanos para que los niños jueguen un
rato. Cuando llegamos, no había aun nadie. Instantes después, poco a poco, van
llegando mas padres con sus hijos, el silencio del bosque de pinos se llena de
risas de niños y del ruido de su correr nervioso y estresado queriendo probar
todos los columpios a la vez. Sus padres sonríen felices contagiados del
espectáculo de la felicidad infantil. Entre ellos habrá de todo, supongo, pero
imagino que, en su inmensa mayoría se han pasado toda la semana trabajando, con
el estrés de las obligaciones, con la lucha diaria contra los problemas
cotidianos y que ese momento, ese instante de sábado por la mañana es la
felicidad sencilla que anhelamos, que merecemos y que, desgraciadamente, no
siempre sabemos saborear.
Al llegar a casa, en las noticias
siguen informando del terror, del dolor, de la infamia vivida en París. Todas
esas personas inocentes muertas en París, todas las personas que llevan meses
caminando desde Siria huyendo de los mismos asesinos, todas las vidas inocentes
perdidas en guerras y atentados sin sentido deberían, esta mañana, haber estado
con sus familiares en un parque, en una calle, en una cafetería. Todas esas
personas tenían derecho a estar leyendo un libro en estos momentos en su casa, a
ver tranquilamente la tele, a no hacer nada o a estar encaminándose al cine con
la persona amada a ver una película recién estrenada, a tomar una cerveza con
unos amigos; a disfrutar, en definitiva, de la libertad respirada. Porque la
libertad hay que ejercerla, la libertad hay que respirarla, la libertad ha de
rodear al ser humano en cualquier tierra, en cualquier patria.
La mejor rebeldía que podemos enfrentar
a los terroristas es seguir siendo libres, no dejar que nos confinen en los
calabozos del miedo y la sinrazón, del odio y la desesperanza. Estoy seguro de que
hoy, en París, es mas difícil decir esto, pero veo en los informativos apersonas que salen a la calle a encontrarse con sus vecinos, con sus amigos,
con sus seres queridos y también, por qué no, con muchos desconocidos a los que
sienten hermanos en el dolor. Esa rebeldía de la libertad respirada ganará, sin
duda, a aquellos que quieren hacer de la sangre, del miedo y del dolor los
dueños del destino. Porque la esperanza siempre vence al miedo.
Un abrazo.
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